A veces Patricia daba vueltas y más vueltas en la cama pensando cómo llegaría a tener valor para decírselo. Él no era ese tipo de hombre que se toma la vida como es. Era pasional, sanguíneo, arrebatado. Sabía que iba a ser una verdadera revolución. Qué su vida, la de él, se iba a ver irremisiblemente perdida, a menos por un tiempo. Que lo dejaría solo, sin sentido, dando vueltas en el aire.
Ella se había encargado de hacerlo sentir amado, era un buen tipo y se merecía ser querido. Pero por más intentos que hizo, no pudo llevar esas palabras, que con tanta facilidad salían de su boca, a su ser íntimo. No podía amarlo de verdad.
Había creído que no amarlo, no era el fin. Podía quererlo como amigo. Pero en algunos momentos (esos) se daba cuenta que no alcanzaba, que no sentía lo que debía sentir, que su mente evocaba otros rostros y otras pieles para poder estar con él.
Una mañana estaba especialmente frustrada. Había concido a alguien. Y aunque no creía poder traicionarlo, la hacía amargarse todo el tiempo, se exprimía la mente para encontrar la solución. Y no podía. En su pecho latía esa puntada de saber lo que su decisión acarrearía en la vida de Franco. Pero no aguantaba más. Y estaba haciendo infelíz a alguien más aparte de ella, sólo para mantenerlo en una quimera inexistente.
Y se lo dijo. De la mejor forma que encontró. Con palabras suaves y tiernas. Para no herirlo, aunque sabía sería desvastador. ¿Qué podía hacer? ¿Condenar su vida? ¿Su amor?
Pero no previó. Y una mañana, seis días después de la ruptura, gopearon su puerta.
Habrió la madre.
-Patricia, es Franco.
Sabía que esto pasaría, sabía que Franco no se lo tomaría así. Que no bajaría los brazos, que la perseguiría hasta el fin del mundo. Pero estaba firme en su convicción de no seguir con una situación dañina para todos.
Salió a la puerta. Y ahí estaba él, parado en el medio de la calle.
-Patricia! Esto es por vos.
Y se pegó un tiro en la cabeza. Delante de Patricia y de la madre.